Otra mirada sobre el editor y su papel

26 Feb
«¿Qué estáis leyendo? Palabras, palabras, todo palabras» (Hamlet)

«el trabajo del editor tal y como yo lo concibo, que es el trabajo con la palabra» (Jaume Vallcorba)


«muy pocos escribirían para uno solo, pues no se hace sin trabajo, y quieren, ya que lo pasan, ser recompensados, no con dineros, mas con que vean y lean sus obras, y si hay de qué, se las alaben» (Lázaro de Tormes)

La lectura –no en papel– de la conferencia que hoy Jaume Vallcorba ofrecía en el encuentro zaragozano de la encrucijada editorial iberoamericana titulado Otra mirada (canal #otramirada en twitter) me hace reflexionar sobre la misma pasión –la de la palabra– que comparto, y la tarea u oficio de editar –que me encantaría compartir al nivel que ha demostrado este profesional hasta ahora.

Pero no puedo estar más en desacuerdo con algunos postulados y enfoques que se propugnan en el documento, quizás porque el amor por la palabra que es la filología me lleva a mantenerla viva y viajera a través de los diversos soportes que sean capaces de transmitirla, sin intentar preservarla a ultranza en un nicho de papel u otro cualquiera.

Para empezar, Vallcorba comienza ubicando de una manera amplia las amenazas que dificultan las labores del editor. Para él, ante los cambios de modelo de negocio que ya vaticinaban sus colegas neoyorquinos al vislumbrar los formatos electrónicos y unos indefinidos cambios de costumbres (sin especificar), los peligros que se presentan al editor son, a su juicio, la piratería, después «la discusión sobre la legitimidad de los derechos de autor, sin los cuales no puede existir nuestro oficio» y por último la idea defendida por algunos agentes de que «la mediación del editor se hace innecesaria» entre el autor y el lector.

Creo que sobre la piratería, y especialmente si se refiere a la digital, se habla mucho y se hace poco, y ha devenido en manido topos comercial de nuestro tiempo de la imprenta tardía; pero parece estar siempre de buen tono en este tipo de encuentros para pincelar un discurso que se precie de forma que el público sectorial lo evoque a placer como una amenaza viva, perenne, incierta pero omnipresente: lo cierto es que no debería hablarse de piratería sin más y a la ligera cuando, en el caso de la mayoría de los libros, un producto digital (distinto del impreso) es puesto en circulación por editores anónimos que escanean ellos mismos y, en algunos casos, revisan el producto antes de distribuirlo electrónicamente de forma gratuita. Sin duda, es un serio problema para el autor, al que no se le ha preguntado si autoriza dicha edición, pero no debería serlo comercialmente para un editor en papel que, aún teniendo los derechos de publicación en ambos formatos, y con los medios a su alcance, se niega o se excusa de servir un producto digital de dicha obra. El derecho lo ampara, sin duda, pero está trabajando contra sí mismo y su labor, que es conectar a un público demandante con un autor demandado. Por el contrario, pretende secuestrar a ambos para privilegiar un modo de distribución particular, cual perro del hortelano, que ni edita ni deja editar. Por lo que en muchos casos, el peligro de la piratería se resume en el peligro de la competencia editorial no reconocida que supone el editor pirata, cuya labor se limita en muchos casos a dar publicidad no autorizada a un autor publicando su texto (quien factura por publicidad si la hay parece ser el dueño del servidor). En cualquier caso, no sé qué hay de nuevo en este peligro que no lo fuera ya en el siglo XVI con las numerosas ediciones pirata, no autorizadas, del Lazarillo, o las fotocopias de las que tanto se hablaba antes de la popularización del ordenador para leer.

En segundo lugar, el ponente liga estrechamente derechos de autor con industria editorial, ya que sin aquellos no es posible su trabajo. Creo que la anterior cuestión sobre la edición pirata demuestra que posible sí es, si bien ilegalmente en la actualidad; evidentemente, sin adquirir unos derechos cedidos por el autor parece imposible hacer edición honestamente. Pero también con esto entiendo que editar autores anteriores a 1931 no es tarea editorial digna de consideración, ya que según la legislación vigente en tal materia los hace libres de derechos. No debe ser el problema los derechos, no. El peligro que se propone como amenazador es la discusión sobre «la legitimidad de los derechos de autor»: parece que si en algún momento no se necesitaran adquirir dichos derechos según la costumbre, el editor carecería de función por defunción laboral. No sé. Más bien por disfunción laboral. Siempre pensé que la labor motora de un editor era editar, es decir, sacar a la luz textos de un autor para un público. Lo demás debe ajustarse a eso. Nadie se pelea por editar a Cervantes cuando todos podemos hacerlo, y se edita de diversas maneras continuamente; pero parece impensable o inviable comercialmente que más de una editorial en castellano –o todas las que quisieran– fiche al último premio Nobel, a la vez. Entonces los editores buscan robarse las obras unos a otros, para tampoco editar o dejar de editar en muchos casos donde los derechos quedan aparcados pero sin uso. Por lo tanto, parece que la amenaza no es tanto la discusión presente sobre una legitimidad, sino la consecuente dificultad de secuestrar de nuevo al autor o su obra dentro de un único sello, cuando ahora el autor puede verse libre de ella y recurrir, en un momento dado, como lo han hecho algunos, a otros canales de distribución y otras formas de edición alternativas. Podrían haberlo conseguido antes y mejor con el apoyo e infraestructura de sus editores, pero no suele ser así.

En tercer lugar, hacerse eco de que el editor sufre el menosprecio y peligro de no mediar ya entre autor y lector me parece impropio de un editor tan arriesgado y solvente que se arriesgó en su momento con un proyecto tan suicida que denominó Acantilado, quizás por si hubiera que lanzarse a algún sitio tras su fracaso. Acantilado no ha sido ningún fracaso, por supuesto, y cuenta entre su catálogo libros magníficos y necesarios. De hecho, yo no entendería mi mundo de lecturas pasadas, presentes o futuras sin su labor editorial. Creo que en aquel momento el editor subestimó a su público o sobrestimó su papel de riesgo con un pesimismo habitual que no era necesario, pues el proyecto floreció y perdura. Y creo que hoy también ha vuelto a suceder en Otra mirada, con la diferencia de que no se ha proyectado ninguna idea editorial nueva ni arriesgada. Lo cual nos invita a lanzarnos ahora a reflexionar sobre el papel del editor, que quizás no deba mediar de la misma manera ya, especialmente no con esa actitud obsesiva y poco porosa respecto de los temores o amenazas consabidas: porque en lo esencial el editor debe asumir que existe para ayudar al autor a hacer llegar su obra al lector, e investigar mil modos de hacerlo si es necesario. Pero no en mundo sólo de papel, sino también, ahora, en un mundo de redes.

Me preocupa cómo Vallcorba contrapone a las amenazas algunas compensaciones, tal como las llama, al referirse a algunos periódicos que «defienden el papel como soporte básico», y cuyos jóvenes lectores crecen a la sombra de su tipografía centenaria de artículos densos y profundos. Destaca que el orgulloso director de un periódico no se ha sometido a las modas. Deduzco de esto dos cosas: que la publicación que no sea en papel es fruto de las modas, y que dichas publicaciones carecen de profundidad y solvencia intelectual. Con el editor y sus costumbres hemos topado. Pero ¿con cuál?

La legítima pregunta sobre cuál debe ser el papel del editor se responde en la ponencia con un hermoso y melancólico panegírico a la historia del valor humano y la transmisión escrita de la palabra, a la que se considera no sólo patrimonio exclusivo del hombre, como elemento que lo distingue de otros seres vivos no racionales, sino materia prima del editor. Totalmente de acuerdo. Pero me sorprende entonces el desfile de palabras que encomian la palabra misma desde sus raíces bíblicas como portadora de la creación (hágase la luz) hasta la magia invocadora de la misma por medio del ábrete sésamo que nos da paso a la ficción, incluidos entre medio los pacientes y heroicos escribas que cambiaron el logos griego por el verbum latino para dejarnos un legado escrito que se encargaron de seleccionar como exigentes editores. Un legado escrito, pero no necesariamente impreso. Y no siempre sobre papel. De hecho, la palabra creadora, y sobre todo mágica, fue oral durante mucho tiempo. Así que no entiendo la compensación adulatoria que supone la publicación impresa sobre papel de un diario europeo. Desde cierta perspectiva puede resultar una empresa arriesgada, pero no lo es más que innovar digitalmente para publicar también en otros soportes, usados diariamente y quizás de moda entre nuestro posible público lector. Me temo que el editor que habla se encuentra atrapado en un laberinto de papel donde quiere atrapar a la palabra que lo alimentó durante décadas. Ni edita ni deja editarla.

Para ensalzar aún más su elogio a la palabra –que busca ligar inconscientemente al diálogo con el soporte impreso que ha acompañado al editor durante muchos siglos– se ataca a la imagen, que es vista como mera ayuda de la palabra en Occidente y escasamente capaz, como la música, de crear una tradición e historia propias al margen de la palabra misma y su ramillete de lugares comunes. Todo ello para apuntalar finalmente una crítica a la práctica editorial de los libros electrónicos de carácter hipermedia, como sería una edición en proceso actualmente de la obra de Proust, que llevaría sus referencias a lugares y músicas –imagino que entre otras diversas– inmediatamente conectadas al pasaje en cuestión. Parece que con ello, se nos asegura, perdemos el poder de evocación y de imaginación sobre la palabra, y lo sustituimos por una «burda (incluso si es buena) ilustración plana». En fin, pobres ilustradores y fotógrafos, cuyas artes no merecen mancillar el prístino resplandor del verbum.

Vallcorba es un atento filólogo de profesión y un respetado editor, así que quizás se haya dejado llevar un tanto, desde la torre sobre un acantilado de libros, por el pesimismo habitual del sector y un apego decimonónico a la límpida letra impresa del libro burgués. Pero sus citas en torno al diálogo profundo que representan los libros a través de su lectura, citando a Petrarca al evocar los libros, que «hablan con nosotros», y a Quevedo refiriéndose a cómo nos «hablan con los ojos de los muertos» (con más precisión Quevedo escribió «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos), sin darse cuenta nos dan pie para ampliar la mirada sobre el poder oral y visual de la palabra –no sólo impreso– a la que el editor no ha recurrido más que indirectamente. Si atendemos a las prácticas lectoras de sus respectivas épocas que luego se olvidaron durante el racionalismo, sabemos que tampoco los hombres del libro impreso leemos con la misma mirada imaginativa, con el mismo imaginario ni fantasía que en el siglo XIV o en el siglo XVII. Dejando aparte el carácter multisensorial de la lectura medieval, y obviando que la lectura silenciosa no fue práctica habitual hasta el barroco, y la lectura tradicional fue por tanto sonora, la visualización interior de la lectura era tan importante como la grafía misma. Si bien se partía de la palabra escrita para dejarla como memoria, esta debía al mismo tiempo evocar o asociarse a imágenes potentes –ayudadas incluso con una disposición somática– para poder recordar cada una de las secciones del texto posteriormente. Se realizaba una lectura intensiva que implicaba la memorización, casi palabra por palabra, como elemento clave de una interiorización o meditación del contenido (¿acaso leemos ya así, ni siquiera los libros más sesudos?). El desarrollo de un arte de la memoria a través de los lugares comunes y su asociación a imágenes emblemáticas, que el propio Petrarca ayudó a promover como estructurador del discurso, responde a estas costumbres ya perdidas de lectura, y la razón por las que numerosos topoi coinciden en las artes visuales y las literarias es que ambas reforzaban un modelo cultural donde palabra e imagen se sustentaban mutuamente en pos de la memoria colectiva. La publicación masiva de libros ilustrados dedicados exclusivamente a la iconología durante los siglos XVI y XVII muestran la implantación explícita de un modelo donde la lectura del topos evocaba y fijaba la imagen visual y simbólica del mismo. Así que Petrarca leía con la voz y con los ojos de una manera precisa y simultánea, y las miniaturas de los códices y también las catedrales podían ser leídas en sus imágenes con palabras al aire, haciendo el camino inverso entre dos modos de significar y narrar. La escritura aparece en la Edad Media y se desarrolla en los siglos siguientes, por tanto, como medio de transmisión o partitura cuya actualización en su lectura es plenamente multimodal, más de lo que hoy llamaríamos multimedia. Ver, oír, leer se enlazaban en una red compleja de asociaciones en torno a la lectura y sus modos. Esa lectura multimodal –que potenció multimedialmente la escultura, la música, el teatro, el grabado y la pintura– la podemos apreciar hoy en la mutua relación y complementariedad entre cine, literatura y videojuego con sus diversas técnicas (diálogos, personajes, planos, tramas) influyéndose. Lo mismo está pasando con la red y la convergencia de modos y medios que en ella se dan cita.

Pero el libro impreso nos ha legado ante nuestra mirada presente las palabras escritas, no sólo secretamente aliadas con palabras que les precedieron, sino con precisas imágenes cuyo reflejo original nos cuesta imaginar pero alabamos, en su ausencia y vacío, poder libremente evocar. Es lógico, hemos perdido el resto del contexto, desactualizado los modelos evocados, y las costumbres lectoras han variado. Sólo nos queda la imaginación personal –en realidad mediada por otros patrones y experiencias culturales–, que fue herencia romántica, pero cuyo movimiento no olvidó marcar sus referentes audiovisuales favoritos tampoco. En cualquier caso, la posibilidad de crear entornos multimodales a la palabra escrita no la limita necesariamente sino que la enriquece. Si no se hace burdamente, sólo pensando en unirse obligatoriamente a una tendencia o demanda del mercado. Si se recupera la relación multimodal de la palabra con el entorno de las sensaciones y evocaciones que plantea. Y para lograr eso, precisamente, está la labor del editor, del digital, como en el caso propuesto de Proust. Sin lugar a dudas, un editor no enlazará la referencia evocadora de su magdalena con la primera imagen de Flickr que aparezca, pero dejará enlazar y compartir a los lectores qué otras sensaciones (una imagen, un video, una canción, una palabra) le hacen evocar recuerdos pasados y desatar memorias empapadas; desde luego, cuando Proust cita a un personaje que refiere la cabalgata wagneriana de las valquirias, espera que el lector la conozca y evoque o se la agencie cuanto antes: en cualquiera de estos dos casos me gustaría tenerla ahí mismo, ya, porque quiero saber lo que escucha el personaje y perderme simultáneamente en sus palabras, o reflexionarlas: es un pieza determinada, no es una evocación que da rienda sin más a la imaginación del lector y por lo tanto no lo limita en su experiencia de lectura. Los escritores son más precisos, veo, que lo que piensan de ellos muchos de sus editores. Por supuesto, también tengo el derecho a no querer escucharla, pero eso no debería ser un imposible tecnológico, sino una opción de lectura. Editar y dejar editar.

En fin, me hubiera gustado escuchar de un editor consumado, que hace menos de un año deseaba haber sido editor de Borges o Calvino y asegurar que no se jubila porque su trabajo es jugar, las virtudes del riesgo con propuestas innovadoras o cuestiones desafiantes donde el juego sugerido por la palabra la incorpore con toda la magnificencia de su poder (sin narcisismo) al soporte y ecosistema digital. Jugar con otros modos de narrar, pues si bien la palabra concierta el pensamiento, la imagen se adhiere el concepto. Me hubiera gustado, entonces, otra mirada. Un cambio de costumbres, no un canto del cisne. La de recordarnos los libros imposibles, los objetos multimedia y las bibliotecas infinitas diseñados por Borges, o los múltiples caminos de destinos cruzados de Calvino. Parece que ya no quedan viejos caballeros andantes que encarnen la palabra de los libros de aventura, saliéndose del papel para cabalgar, a riesgo de palos, el ancho mundo. O sí.

«Hay muchos tipos de editor», cierto. Pero a estas alturas, no querer responsabilizarse más que de la edición hecha sobre papel, y tan sólo de la palabra impresa, parece más un ejercicio de autocomplacencia de un mal encarado logocentrismo que un reto lanzado ante los colegas de una profesión con futuro. Porque entre otras cosas, la edición impresa, si la queremos tanto como para reubicarla en un modelo nuevo no sólo de negocio sino de técnicas de edición, sólo adquirirá un estatus preciso para sí misma y para nuestros tiempos cuando experimente todos los soportes y canales a través de la cual puede difundirse. Entonces veremos, una vez exploradas las posibilidades, para qué queremos y usamos cada soporte. Editar y querer editar.

Más allá no hay monstruos (no más que aquí y ahora). Navegamos además en una red en la que precisamente no faltan palabras, ni escritas ni habladas. Mares procelosos, claro, con un constante bramido y algunos cantos de sirena que Ulises debe soportar a base de eludir algunos tuits para no caer en sus redes. Pero no es un libro mudo. Al hilo de sus palabras, Petrarca no dudaría en navegar conversando con unos y otros textos, ya que «el paso de unos a otros alimenta el deseo». Y quizás encontraría formas de recuperar su arte visual de la memoria, mediado por la máquina y haciendo de ella la extensión de la propia memoria, el nuevo interfaz de su lectura meditativa. Porque a la red no le falta precisamente memoria, sino editores activos que la procesen, organicen y cuiden de ella, que la humanicen. Lege memoriter. Desde luego, quizás twitter, antípodas de la impresión en papel, sea una moda para muchos, pero hoy día, la palabra, y el diálogo que Vallcorba le adjudica como virtud humana esencial de conocimiento mutuo, está ahí, para que alguien la edite.

¿Y va a quedarse sola?

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